El
endemoniado tatuaje ya comenzaba a quemar… Había tratado de esquivar éste
momento, había tratado de pasar página, ignorar lo que tendría que suceder a la
fuerza si no quería volver a aquel horrible lugar… Pero era imposible. El pacto
con Papa Legba se mantenía latente. Había sido el mes más complicado de su
odiosa vida; quizás, solo quizás, Sebastian iba a ser padre, solo quizás, había
aflorado una amistad de verdad, como la de Odalys hacía ya tanto tiempo atrás…
Tuvo incluso que pasar por el patético momento de pedir ayuda a Nonna. A pesar
de todo, no se había presentado al día siguiente a su consulta… Apagó el
teléfono y se resguardó bajo la manta de lana roja y blanca que cubría su
huraña cama de madera de fresno.
Pero no
había sentido nada. Sabía que tenía que sentir, sabía como sería ese dolor, o
bien, ese placer, en cada momento. Sabía lo que había sentido una vez, pero no
podía repetirlo en aquel momento, cuando de verdad lo necesitaba… Tan solo un instante,
frente a Romeo, pareció obtener la felicidad durante una décima de segundo.
Pero fugaz se esfumó, se resbaló de entre sus dedos.
[…]
Ya había
pasado un mes. Un mes y no había hecho “la ofrenda” a Papa Legba. Había tratado
de mil y una maneras de escurrir el bulto, pero como era obvio, era algo imposible…
El tatuaje dejaba claro aquello.
Eligió a la
mujer sin pensar; no quería saber si perdería mucha familia, si estaba sola, si
acababa de conseguir un empleo, no quería saber absolutamente nada de ella…
Porque sabía, que a pesar de no sentir en aquel instante, cuando volviese a
hacerlo, todo caería sobre sus espaldas de golpe. Los sentimientos se lanzarían
al vacío para rellenarlo, y sería terriblemente doloroso.
En Hedmark,
no muy lejos de su antigua casa, había pisos de alquiler, y allí fue donde
finalmente ejecutó su plan.
Las dos de
la madrugada aproximadamente. Vestía de negro, buscando el camuflarse entre las
sombras, con guantes, zapatos silenciosos, y ocultaba su rostro con una tela
negra, exceptuando los ojos y los labios.
Cuando entró
en aquella casa no había nadie. La mujer aún no había llegado de trabajar.
“Abogada…
Demasiada información.” Se obligó a cegar su curiosidad, a no mirar las
fotografías, a, simplemente, aguardar en su cuarto. Era blanco, luminoso, con
una alfombra de pelo en el suelo y un gran armario con espejos. Se quedó quieto
sentado sobre el colchón… tratando de convencerse a sí mismo de que la mujer no
volvería aquella noche y se salvaría.
La puerta
sonó indicando que se abría. La mujer no tardó en subir los escalones dejando a
medio camino los zapatos de tacón. Se desabrochó la blusa, dejó resbalar la
falda, y se soltó el pelo. Cuando entró en su habitación no había nadie sobre
la cama. Pulsó el contestador; una voz femenina habló
“Elizabeth,
tu sobrina y yo nos pasaremos mañana a verte, porque… recuerdas que tienes una
sobrina, ¿Verdad?”
El mundo de
Sebastian se desmoronó. Todo aquel cúmulo de información se agolpó en sus
sienes y provocó que el demonio se abriese paso mientras repetía sobre lo que
se arrepentiría. “Se llama Elizabeth, como Sombra… Tiene una hermana, una
sobrina… familia. Tiene un trabajo… Parece que le va bien en la vida…” Cuando
abrió los ojos se encontró con aquella mujer morena, de unos treinta años de
edad mirándole con los ojos como platos. El grito se cortó cuando Sebastian se
abalanzó sobre ella, con los ojos negros, vacíos. Ambos cayeron sobre la cama
mientras la mujer forcejeaba bajo él, aterrorizada. Ya no podía pensar en el
temor que sentía, no podía sentir siquiera al demonio buscar salir de su
interior… Era Sebastian. Eran las manos de Sebastian, el del Trenzalore, el
elegante, el buen hombre… Aquellas que se aferraron al cuello de Elizabeth
Wollowitz para estrangularla.
Antes de
hacerlo, cuando estaba a punto de perder la consciencia, se despojó de aquella
tela negra que le cubría el rostro y le permitió ver el rostro de su asesino.
Terminó con su vida tras aquello, dejando las marcas de sus dedos alrededor de
su cuello, como una sombra invisible que trataba de dejar huella en su propio interior.
Elizabeth
Wollowitz había fallecido. Había sido asesinada.
Sebastian se
incorporó un poco y finalmente cerró sus ojos con sus propias manos cubiertas
de guantes. La desnudó por completo, despacio, con suavidad, cuidado, incluso
podría decirse que… cariño, y la acunó entre sus brazos con el fin de llevarla
a la bañera, donde la bañó con parsimonia. La lavó lentamente, tratando de
limpiar todo rastro de aquel dolor que había producido sobre la mujer, sobre su
propia alma que ya había caído en manos de Papa Legba… El tatuaje ya no ardía.
Acto
seguido, la secó, cambió las sábanas de su cama, y la secó el cuerpo y el pelo
también. Ocultó su cuerpo desnudo bajo la fina sábana que había puesto nueva, y
terminó por… pintarle las uñas de un color granate, pidiendo disculpas a su
manera.
Cortó un mechón de su cabello, para no poder perdonarse jamás por ello...
Tras una
caricia pasmosa, salió del lugar, silencioso, aún completamente vacío. Pero por
poco tiempo.



No hay comentarios:
Publicar un comentario