Abrió la
puerta del Trenzalore con manos tan rígidas que no tardaron en romper ese
equilibrio una vez la madera de ébano tocó su espalda. Las miró; las cicatrices
estaban cubiertas de sangre, sangre reseca que indicaba que había vuelto a
hacerlo, había vuelto a matar de forma humana, de forma estratégica… Siempre
recurría al último segundo, tratando de evitar aquel momento, pero finalizando
de la misma manera que las dos anteriores veces. Ya había terminado con la vida
de tres mujeres y aquella tercera volvía a parecer la primera. Llevaba sin
alimentarse cosa de un mes, y por suerte, su instinto aún tenía paciencia y no
exigía un buen bocado… Temía que aquel día llegase.
Se miró la
camisa blanca, repleta de pequeñas gotas de sangre que habían salido de la boca
de aquel ángel humano cuando ya tan solo le quedaban segundos para perder la
vida. Había tosido justo antes de desfallecer para siempre.
Comenzó a
desabotonarse ésta mientras se dirigía al lavabo, y una vez estuvo allí la dejó
caer al suelo. Apartó la cortina oscura que cubría el cristal, y se miró. Sus
manos agarraron sus mejillas repletas de una espesa barba castaña. También
tenía sangre en el rostro. Abrió el grifo y se frotó las manos; de haberse
mirado en el espejo habría apreciado unas mandíbulas exageradamente apretadas,
al igual que sus dientes escondidos del exterior, y sin duda, unos ojos color
gris oscuro muy brillantes.
Llenó sus
manos en forma de cuenco con agua y se lavó la cara un par de veces, buscando
además de limpiarse del crimen cometido, despertar de una vez por todas de
aquella maquiavélica ensoñación.
Cogió la
toalla blanca ignorando esa suavidad común en sus movimientos, arrancándola
prácticamente, y se secó el rostro con brusquedad. Se quedó mirándose largos
segundos frente al espejo, con las manos apoyadas en el lavabo, dejando caer su
peso hacia delante. No pudo aguantar la mirada a su reflejo tres segundos… Tuvo
que bajar la mirada, cerrar los ojos, y descansar.
<<
Papa Legba estará riéndose en su trono de calaveras. >>
Llamaron a
la puerta. Dos golpes sordos que hicieron que Sebastian frunciese el ceño. Era
tarde, ¿Quién podría requerir sus servicios a tales horas de la madrugada?
Volvió a correr la cortina para no dejar escapar su reflejo y cogió una camisa
nueva que se fue poniendo hasta llegar a la puerta, con rapidez. No llegó a
abrocharla del todo cuando abrió. No había nadie, a excepción de un viento frío
que logró hacer que sintiese un hosco escalofrío en la columna vertebral.
Decidido, comenzó a cerrar la puerta con el fin de proteger al mundo de sí
mismo, pero antes de hacerlo, un ruido proveniente del suelo le hizo
entrecerrar los ojos: una risa. A sus pies había un cesto de paja repleto de
mantas que se movían suavemente. Tuvo que agacharse, remangándose la pernera de
los pantalones, y con una mano retirar un poco una de esas mantas para poder
ver el rosado rostro de un bebé que miraba sin ver aún, hacia todos los lados.
Algo en su interior se removió al percatarse de que aquella niña era su hija,
la hija que había tenido con Sombra, la hija que había nacido en mitad de un
lago, con su ayuda, la hija que prácticamente abandonó con el fin de que
tuviese una vida mejor… Siquiera Sombra sabía que era de Sebastian, él había
tratado de protegerla con el contexto de ser estéril… No conocía al otro
hombre, pero sabía que podría cuidarla mejor que él, mejor que un asesino como
él.
Cogió el
canasto y entró al interior con el fin de dejar cerca del fuego a la niña; la
había tocado con el filo de sus dedos el moflete derecho, muy suavemente, y se
había percatado de que estaba congelada… No quiso cogerla, no quería
encapricharse, solo quería saber qué hacía allí, si Sombra había decidido
dejarla con él durante un tiempo por que se había marchado, como de vez en
cuando hacía. Pero no pudo evitarlo, sus manos prácticamente danzaron solas,
con gesto paternal, hasta la criatura, y la cogió en brazos. La niña se aferró
a Sebastian, cogió su dedo índice con fuerza y durante unos segundos se olvidó
de todo lo que había vivido ésta noche. Entonces, algo cayó al suelo; era una
nota.
Se agachó
para recogerla, con cuidado, y se sentó en el sillón con el fin de apoyar la
mejilla de la niña en su hombro derecho y poder leerla:
“Podrá ver a
su madre en una nueva vida…”
Sombra había
muerto. Sin darse cuenta se encontraba aferrando a la criatura con más fuerza,
y ella no parecía querer moverse de tal postura. La meció suavemente entre sus
grandes manos, colocó su pequeña y frágil cabeza, y la alzó para que le mirase
y poder dirigirse a ella:
“Yo cuidaré
de ti, Edén. “
[…]
Cuatro años
después. Se negó a abandonar el taller, aquello que podría alimentar a su hija
y darle una vida medianamente buena. Edén se había convertido en el mundo de
Sebastian, y Sebastian en el mundo de Edén… Y la señorita Jones, la joven
niñera que ayudaba a Sebastian con la niña cuando él tenía que trabajar. Aún
así no se despegaba de su hija un solo día…
Sus 34 años
no se hacían pesados en absoluto, es más, desde la llegada de Edén todo parecía
haber mejorado para Sebastian, aunque se había alejado de todo el mundo, se
había encerrado en su hija únicamente, a quien necesitaba cuidar y proteger
sobre todas las cosas.
La
campanilla del taller indicó que alguien había entrado en el establecimiento. Una
mujer alta, de piel morena, cabello largo y negro, comenzó a danzarse
contoneando sus bonitas curvas por el Trenzalore. Sus ojos se toparon con los
de Sebastian, que dejó a Edén en la trona de comer para darle la bienvenida.
-
¿Sebastian…
Mcweibber? Al fin nos conocemos.
-
¿Y
usted es...?
-
Necesito
su ayuda, me temo. Soy una mujer, ¿No lo ve? – Una sonrisa divertida, aviesa,
se situó en los labios de la morena.
-
Puedo
apreciarlo, creo. – Contestó el demonio sereno, sin buscar atacar a aquella
mujer que parecía tener una personalidad bastante aviesa y abierta. - ¿Qué
desea de mí, pues?
-
Oh…
Escuché que haces unas figuritas… maravillosas. Espero que sea cierto y que no
me dejes a medias tintas.
-
Trataré
de no decepcionarla, mujer.
-
Me
gustaría que me tallase un gorro. Un gorro de bruja, ¿Sabes cómo es o necesitas
un dibu…?
-
Lo
tengo, descuide.
No tardó en
sentarse en el taburete y coger los materiales necesarios. Poco después ya
estaba dándole forma a ese trozo de madera de ébano, la mejor madera que le
llegaba gracias al señor Eccleston.
La mujer no
podía mantenerse quieta, se aproximó a Edén y amplió una sonrisa con sus
gruesos labios.
-
Pero
que cosita… ¿Cómo se llama? – La niña pareció fruncir el ceño. –
-
Edén.
Su nombre es Edén, como el jardín que Dios creó para que los humanos naciesen
de él… Como el paraíso.
-
¿Y
cuántos años tienes… Edén? – Dijo la mujer, dando un suave golpecito en la
nariz de la criatura con su dedo anular. Tenía las uñas muy largas, pintadas de
rojo.
-
Cuatro.
Cuatro va a cumplir en dos días. – Sebastian estaba concentrado en su trabajo,
con cuidado de no cortarse, pero a la vez, tenía un ojo encima de su hija.
-
¿Y
su madre? ¿Dónde está?
-
Por
desgracia, falleció en el parto… -Esa había sido su texto habitual desde que le
habían preguntado por la madre de su hija. –
-
Eso
es lo que tú piensas, Sebastian.
El demonio
alzó la mirada a la par que con cuidado bajaba el cuchillo y la figurita ya
prácticamente terminada. Se incorporó un poco y se puso en pie; tenía la cabeza
bien alta, estaba confuso, pero sobre todo, molesto… Podía dañarla. La mujer
cogió a la niña en brazos, aunque ésta comenzó a llorar indicando que no
deseaba aquello. Los ojos de Sebastian oscurecieron durante un segundo.
-
¿Quién
es usted? – Su voz ya no era amable, era hosca, fría, distante, y no podía
quitar los ojos de ambas. La mujer besuqueó los mofletes de la niña.
-
¿Falleció
en el parto, Sebastian…? Qué pobre historia pretendías contarle a tu pobre
hija… Pero no te preocupes, que ya todo está solucionado… Aunque de forma
diferente. – Una carcajada salió de entre los labios de la mujer y dejó a la
niña de nuevo en aquella silla, la besó en la frente, y se aproximó a
Sebastian, que se mantenía en un duelo interno; no quería sacar su lado
demoníaco delante de su hija, no quería que viese algo así “No puedes ser un mal
padre, como Hannibal… No puedes hacer eso, por ella.” Doranne cogió la piedra
de madera y se aproximó a la puerta:
- La
terminaré en casa. – Tiró las monedas al suelo, y se fue, con una sonrisa
triunfal en los labios. Sebastian no fue tras ella, fue a comprobar que todo en
su hija iba bien.
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