jueves, 13 de febrero de 2014

+ || Welcome to Hell.



Mr. Eccleston tuvo el valor de pedirle un favor a Sebastian. Un gran favor… Mr. Eccleston es el millonario por excelencia de Noruega, un hombre sediento de dinero, de halagos, de lujos, de mujeres… A pesar de poseer una. Un millonario enamorado del gran trabajo artístico de Sebastian, un enamorado de los esfuerzos del demonio, de los resultados de éste… Alguien que le ha ofrecido un contrato fijo y una gran empresa  mil y una veces, pero Sebastian se limita a vivir en el anonimato por el momento, pues es lo que buscó desde el momento cero, desde el momento en el que se marchó de casa de los Mcweibber y se separó de sus hermanas.

Un importante compañero de trabajo, o bien, como el señor Eccleston se refería a él “La sanguijuela de Andorra”, le había pedido por encargo un violín de madera de ébano similar al que el señor Eccleston le había regalado a su hijo, y Sebastian no tardó en aceptar aquella propuesta que, además de ser pagada bien, le servía como excusa para viajar a Andorra, deseado país por el que pasó una vez para llegar hasta A Coruña cuando vivió en tierras del norte español, pero no llegó a pisar. ¿Por qué viajar? Porque era lo más seguro para que el instrumento llegase sin una sola magulladura, sin un golpe… “¿Comprendes porqué le llamamos sanguijuela ahora, Sebastian? Es tan exquisito que si le gustan tus ojos, te los sacará para tratar de ponérselos.”

El viaje se pasó volando. Viajó en tren para poder así disfrutar de la lectura: terminó “El enfermo imaginario” de Molière y comenzó con La Celestina, de Fernando de Rojas, por tercera vez. Una vez llegó, no tuvo que andar demasiado para llegar a la enorme mansión que tenía entre las montañas nevadas la llamada “Sanguijuela”. Se lo entregó, recibió una fabulosa propina, y volvió a la estación… pero no con el objetivo de volver a casa, sino, con el objetivo de ver un poco de Andorra.

Se asentó en un motel no muy lejano a la iglesia de San Esteve, y tras tantear el pueblo, decidió finalizar la estancia con la visita al santo lugar.

Ya había oscurecido, pocas luces alumbraban el pórtico de entrada al edificio, que parecía renovado hacía poco tiempo.
Cuando abrió la puerta, el fuerte olor a vainilla llegó hasta sus fosas nasales: le recordó a su taller, era prácticamente el mismo aroma… Y aquello comenzó a olerle mal, no literalmente.
No caminó aún, se quedó en la entrada, observando todo con ojos curiosos. La única luz que había provenía de velas, numerosas velas a sendos lados de las figuras de los santos, y sobretodo, rodeando el altar. Solo había una figura humana en la sala, sentada en la segunda fila de bancos, frente a la pintura bañada en la técnica de estofado que rodeaba a un hermoso ángel con ambas manos en posición de entrega. Otros pequeños ángeles sujetaban sus ropajes, orgullosos de ello.

Alzó un poco la cabeza el demonio, sintiendo que no debería haber pisado ese lugar en aquel momento… O mejor dicho, que lo que había hecho, había estado planeado… Y eso le molestaba, no sabía nadie cuanto. Odiaba que previesen sus pasos, que fuese tan obvio que pudiesen jugar con él a su antojo. Y así se sentía, un muñeco de trapo simple, vacío.

Mojó su mano derecha, los dedos, en la pila bautismal. Se quemó, ardió por tocar ese agua santa, pero era una forma de castigarse por lo que era sin haberlo elegido.
Masajeando la herida mano de sus dedos en ampolla, que poco a poco iba desapareciendo, caminó por el pasillo central hasta llegar a la cuarta fila de bancos. Se paró por inercia, y de inmediato la brisa se alzó… haciendo que las velas se apagasen. Todo quedó sumido en la más profunda oscuridad, todo menos el altar, que parecía querer ayudar a Sebastian, y volvió a prenderse sin ayuda del demonio.

Una risa espeluznante retumbó en la estancia, haciendo que Sebastian alzase la barbilla haciendo que la nuez se le marcase de una manera exagerada. Sus ojos grises danzaron, sin ser guiados por su cabeza, buscando de donde provenía ese conocido sonido… Un chispazo y apareció. Justo delante de él.

Una piel escamada, blanca, sobre una dermis africana… Ojos rojos, cabello negro repleto de mugre, rasgos faciales exageradamente marcados y una sonrisa. Una sonrisa encantadoramente tétrica.
Su ropa quedaba oculta bajo una túnica negra, y sus pies, expuestos entre niebla oscura. Llevaba un sombrero de copa decorado con pequeñas calaveras… Calaveras humanas del tamaño de crío diminuto.
Alzó la chistera para poder mostrar a Sebastian su rostro divertido. El de Sebastian seguía inmutable.

- ¿Me… recuerdas, chico?
- Legba.
- Papa. Papa Legba, demonio. No seas insolente en el primer encuentro…
- Lo cierto es que no me alegra verte.
- Oh… claro… ¡Pensabas que te habías deshecho de mí! Tan inocente como tu padre pensaba que eras…

Sebastian apretó los labios, pero la mueca de asco fue más rápida aún. Aquello pareció encantarle a aquel ser. Se aproximó, con pasos danzarines, disfrutando del momento, de la situación.
- ¿Qué haces aquí?
- Con que… quieres saber que hago aquí… - Se carcajaeó, y tras esconder una de sus manos entre esa nube de polvo negro, sacó su bastón acabado en una calavera como las que decoraban su sombrero. Acarició con dedos largos el hueso, y se situó frente a Sebastian, a escasos centímetros de su rostro. Sebastian luchaba por retirarse, pero había algo dentro de él que le pedía que no lo hiciera. – Sabes que es lo que va a ocurrir ahora… Y, ¡Es una lástima! Porque si quisieras frenarme, ya lo habrías hecho… Eso quiere decir que deseas algo con fuerza. ¿Sentimientos? Oh, sí… Sentimientos… ¿Deseas sentir…? No… No lo creo… Eres tan cobarde que deseas todo lo contrario… ¿Verdad, demonio? Como la última vez. Como la última vez que nos vimos… Lo que no tengo demasiado claro aún es como lograste cambiar de idea. Tienes carisma.

- Es muy amable… - Comentó entredientes el demonio, tratando de no dejarse amedrentar. Sus ojos no podían despegarse de los rojos de aquel ser. Aquel ser que le tenía a su merced.

- Oh… Pues terminemos cuanto antes. ¡Te la devuelvo!

Y tras aquel tono eufórico, selló el pacto con un beso en los labios. Un beso lascivo, del que Sebastian trató de despegarse internamente, pero seguía inmóvil.
Una vez Papa Legba se retiró, le dedicó una sonrisa amplísima.

- Y tras esto… La historia empieza de nuevo. Sabes que tienes que hacer. ¡Hónrame! Pero ahora, no solo una vez al año… Una vez al mes. – Y tras eso desapareció. Sebastian cerró los ojos, enfurecido, molesto, pero la nube negra volvió a sucumbir entre la oscuridad. - ¡Se me olvidaba! ¡Tengo un regalito para ti! Por… Ese tiempo que me tuviste encerrado y todo eso… “The… Ripper…” – Lo paladeó, mientras con el bastón señalaba a la figura que se encontraba sentada en la segunda fila. Logró ver su rostro, aquel rostro que le había provocado los peores años de su vida, torturando en el infierno almas inocentes, castigando, haciendo que lo disfrutase… Un castigo mutuo, compartido, algo que había dejado una profunda huella en el alma herida de Sebastian. El hombre se lanzó contra él y le apuñaló el corazón, y seguidamente ambas manos. Cayó al suelo y se adentró en sus demonios, en la verdadera oscuridad de su mente…

Se despertó entre sábanas azules claras. La habitación estaba recién pintada, blanca, olía aún. La cabeza le daba vueltas, y cuando fue a llevarse ambas manos a la sien fue cuando sintió todo el dolor de golpe. Tenía las manos vendadas al igual que el pecho. Le había empalado.
Le había dejado inconsciente… Había resurgido del inframundo con el fin de torturarle.

La señora García le había recogido a primera hora de la mañana cuando iba rezar por su marido recién fallecido. ¿Tendría que rezar ahora él por sus sentimientos recién perdidos? Papa Legba había vuelto a ganar… No sentía absolutamente nada a pesar de que sabía que todo aquel que había querido se encontraba en peligro, y sabía que es lo que había sentido.

Se había quedado marcado en el tatuaje de la palma de su mano derecha.

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