Mr.
Eccleston tuvo el valor de pedirle un favor a Sebastian. Un gran favor… Mr.
Eccleston es el millonario por excelencia de Noruega, un hombre sediento de
dinero, de halagos, de lujos, de mujeres… A pesar de poseer una. Un millonario
enamorado del gran trabajo artístico de Sebastian, un enamorado de los
esfuerzos del demonio, de los resultados de éste… Alguien que le ha ofrecido un
contrato fijo y una gran empresa mil y
una veces, pero Sebastian se limita a vivir en el anonimato por el momento,
pues es lo que buscó desde el momento cero, desde el momento en el que se
marchó de casa de los Mcweibber y se separó de sus hermanas.
Un
importante compañero de trabajo, o bien, como el señor Eccleston se refería a
él “La sanguijuela de Andorra”, le había pedido por encargo un violín de madera
de ébano similar al que el señor Eccleston le había regalado a su hijo, y
Sebastian no tardó en aceptar aquella propuesta que, además de ser pagada bien,
le servía como excusa para viajar a Andorra, deseado país por el que pasó una
vez para llegar hasta A Coruña cuando vivió en tierras del norte español, pero
no llegó a pisar. ¿Por qué viajar? Porque era lo más seguro para que el
instrumento llegase sin una sola magulladura, sin un golpe… “¿Comprendes porqué
le llamamos sanguijuela ahora, Sebastian? Es tan exquisito que si le gustan tus
ojos, te los sacará para tratar de ponérselos.”
El viaje se
pasó volando. Viajó en tren para poder así disfrutar de la lectura: terminó “El
enfermo imaginario” de Molière y comenzó con La Celestina, de Fernando
de Rojas, por tercera vez. Una vez llegó, no tuvo que andar demasiado para
llegar a la enorme mansión que tenía entre las montañas nevadas la llamada
“Sanguijuela”. Se lo entregó, recibió una fabulosa propina, y volvió a la
estación… pero no con el objetivo de volver a casa, sino, con el objetivo de
ver un poco de Andorra.
Se asentó en
un motel no muy lejano a la iglesia de San Esteve, y tras tantear el pueblo,
decidió finalizar la estancia con la visita al santo lugar.
Ya había
oscurecido, pocas luces alumbraban el pórtico de entrada al edificio, que
parecía renovado hacía poco tiempo.
Cuando abrió
la puerta, el fuerte olor a vainilla llegó hasta sus fosas nasales: le recordó
a su taller, era prácticamente el mismo aroma… Y aquello comenzó a olerle mal,
no literalmente.
No caminó
aún, se quedó en la entrada, observando todo con ojos curiosos. La única luz
que había provenía de velas, numerosas velas a sendos lados de las figuras de
los santos, y sobretodo, rodeando el altar. Solo había una figura humana en la
sala, sentada en la segunda fila de bancos, frente a la pintura bañada en la
técnica de estofado que rodeaba a un hermoso ángel con ambas manos en posición
de entrega. Otros pequeños ángeles sujetaban sus ropajes, orgullosos de ello.
Alzó un poco
la cabeza el demonio, sintiendo que no debería haber pisado ese lugar en aquel
momento… O mejor dicho, que lo que había hecho, había estado planeado… Y eso le
molestaba, no sabía nadie cuanto. Odiaba que previesen sus pasos, que fuese tan
obvio que pudiesen jugar con él a su antojo. Y así se sentía, un muñeco de
trapo simple, vacío.
Mojó su mano
derecha, los dedos, en la pila bautismal. Se quemó, ardió por tocar ese agua
santa, pero era una forma de castigarse por lo que era sin haberlo elegido.
Masajeando
la herida mano de sus dedos en ampolla, que poco a poco iba desapareciendo,
caminó por el pasillo central hasta llegar a la cuarta fila de bancos. Se paró
por inercia, y de inmediato la brisa se alzó… haciendo que las velas se
apagasen. Todo quedó sumido en la más profunda oscuridad, todo menos el altar,
que parecía querer ayudar a Sebastian, y volvió a prenderse sin ayuda del
demonio.
Una risa
espeluznante retumbó en la estancia, haciendo que Sebastian alzase la barbilla
haciendo que la nuez se le marcase de una manera exagerada. Sus ojos grises
danzaron, sin ser guiados por su cabeza, buscando de donde provenía ese
conocido sonido… Un chispazo y apareció. Justo delante de él.
Una piel
escamada, blanca, sobre una dermis africana… Ojos rojos, cabello negro repleto
de mugre, rasgos faciales exageradamente marcados y una sonrisa. Una sonrisa
encantadoramente tétrica.
Su ropa
quedaba oculta bajo una túnica negra, y sus pies, expuestos entre niebla
oscura. Llevaba un sombrero de copa decorado con pequeñas calaveras… Calaveras
humanas del tamaño de crío diminuto.
Alzó la
chistera para poder mostrar a Sebastian su rostro divertido. El de Sebastian
seguía inmutable.
- ¿Me…
recuerdas, chico?
- Legba.
- Papa. Papa
Legba, demonio. No seas insolente en el primer encuentro…
- Lo cierto
es que no me alegra verte.
- Oh… claro…
¡Pensabas que te habías deshecho de mí! Tan inocente como tu padre pensaba que
eras…
Sebastian
apretó los labios, pero la mueca de asco fue más rápida aún. Aquello pareció
encantarle a aquel ser. Se aproximó, con pasos danzarines, disfrutando del
momento, de la situación.
- ¿Qué haces
aquí?
- Con que…
quieres saber que hago aquí… - Se carcajaeó, y tras esconder una de sus manos
entre esa nube de polvo negro, sacó su bastón acabado en una calavera como las
que decoraban su sombrero. Acarició con dedos largos el hueso, y se situó
frente a Sebastian, a escasos centímetros de su rostro. Sebastian luchaba por
retirarse, pero había algo dentro de él que le pedía que no lo hiciera. – Sabes
que es lo que va a ocurrir ahora… Y, ¡Es una lástima! Porque si quisieras
frenarme, ya lo habrías hecho… Eso quiere decir que deseas algo con fuerza.
¿Sentimientos? Oh, sí… Sentimientos… ¿Deseas sentir…? No… No lo creo… Eres tan
cobarde que deseas todo lo contrario… ¿Verdad, demonio? Como la última vez.
Como la última vez que nos vimos… Lo que no tengo demasiado claro aún es como
lograste cambiar de idea. Tienes carisma.
- Es muy
amable… - Comentó entredientes el demonio, tratando de no dejarse amedrentar.
Sus ojos no podían despegarse de los rojos de aquel ser. Aquel ser que le tenía
a su merced.
- Oh… Pues
terminemos cuanto antes. ¡Te la devuelvo!
Y tras aquel
tono eufórico, selló el pacto con un beso en los labios. Un beso lascivo, del
que Sebastian trató de despegarse internamente, pero seguía inmóvil.
Una vez Papa
Legba se retiró, le dedicó una sonrisa amplísima.
- Y tras
esto… La historia empieza de nuevo. Sabes que tienes que hacer. ¡Hónrame! Pero
ahora, no solo una vez al año… Una vez al mes. – Y tras eso desapareció.
Sebastian cerró los ojos, enfurecido, molesto, pero la nube negra volvió a
sucumbir entre la oscuridad. - ¡Se me olvidaba! ¡Tengo un regalito para ti!
Por… Ese tiempo que me tuviste encerrado y todo eso… “The… Ripper…” – Lo
paladeó, mientras con el bastón señalaba a la figura que se encontraba sentada
en la segunda fila. Logró ver su rostro, aquel rostro que le había provocado
los peores años de su vida, torturando en el infierno almas inocentes,
castigando, haciendo que lo disfrutase… Un castigo mutuo, compartido, algo que
había dejado una profunda huella en el alma herida de Sebastian. El hombre se
lanzó contra él y le apuñaló el corazón, y seguidamente ambas manos. Cayó al
suelo y se adentró en sus demonios, en la verdadera oscuridad de su mente…
Se despertó
entre sábanas azules claras. La habitación estaba recién pintada, blanca, olía
aún. La cabeza le daba vueltas, y cuando fue a llevarse ambas manos a la sien
fue cuando sintió todo el dolor de golpe. Tenía las manos vendadas al igual que
el pecho. Le había empalado.
Le había
dejado inconsciente… Había resurgido del inframundo con el fin de torturarle.
La señora
García le había recogido a primera hora de la mañana cuando iba rezar por su
marido recién fallecido. ¿Tendría que rezar ahora él por sus sentimientos
recién perdidos? Papa Legba había vuelto a ganar… No sentía absolutamente nada
a pesar de que sabía que todo aquel que había querido se encontraba en peligro,
y sabía que es lo que había sentido.
Se había
quedado marcado en el tatuaje de la palma de su mano derecha.
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