martes, 25 de febrero de 2014

+ || Yo no quería hacerles daño... Solo quería matarlos.




El endemoniado tatuaje ya comenzaba a quemar… Había tratado de esquivar éste momento, había tratado de pasar página, ignorar lo que tendría que suceder a la fuerza si no quería volver a aquel horrible lugar… Pero era imposible. El pacto con Papa Legba se mantenía latente. Había sido el mes más complicado de su odiosa vida; quizás, solo quizás, Sebastian iba a ser padre, solo quizás, había aflorado una amistad de verdad, como la de Odalys hacía ya tanto tiempo atrás… Tuvo incluso que pasar por el patético momento de pedir ayuda a Nonna. A pesar de todo, no se había presentado al día siguiente a su consulta… Apagó el teléfono y se resguardó bajo la manta de lana roja y blanca que cubría su huraña cama de madera de fresno.
Pero no había sentido nada. Sabía que tenía que sentir, sabía como sería ese dolor, o bien, ese placer, en cada momento. Sabía lo que había sentido una vez, pero no podía repetirlo en aquel momento, cuando de verdad lo necesitaba… Tan solo un instante, frente a Romeo, pareció obtener la felicidad durante una décima de segundo. Pero fugaz se esfumó, se resbaló de entre sus dedos.

[…]

Ya había pasado un mes. Un mes y no había hecho “la ofrenda” a Papa Legba. Había tratado de mil y una maneras de escurrir el bulto, pero como era obvio, era algo imposible… El tatuaje dejaba claro aquello.
Eligió a la mujer sin pensar; no quería saber si perdería mucha familia, si estaba sola, si acababa de conseguir un empleo, no quería saber absolutamente nada de ella… Porque sabía, que a pesar de no sentir en aquel instante, cuando volviese a hacerlo, todo caería sobre sus espaldas de golpe. Los sentimientos se lanzarían al vacío para rellenarlo, y sería terriblemente doloroso.

En Hedmark, no muy lejos de su antigua casa, había pisos de alquiler, y allí fue donde finalmente ejecutó su plan.

Las dos de la madrugada aproximadamente. Vestía de negro, buscando el camuflarse entre las sombras, con guantes, zapatos silenciosos, y ocultaba su rostro con una tela negra, exceptuando los ojos y los labios.
Cuando entró en aquella casa no había nadie. La mujer aún no había llegado de trabajar.

“Abogada… Demasiada información.” Se obligó a cegar su curiosidad, a no mirar las fotografías, a, simplemente, aguardar en su cuarto. Era blanco, luminoso, con una alfombra de pelo en el suelo y un gran armario con espejos. Se quedó quieto sentado sobre el colchón… tratando de convencerse a sí mismo de que la mujer no volvería aquella noche y se salvaría.

La puerta sonó indicando que se abría. La mujer no tardó en subir los escalones dejando a medio camino los zapatos de tacón. Se desabrochó la blusa, dejó resbalar la falda, y se soltó el pelo. Cuando entró en su habitación no había nadie sobre la cama. Pulsó el contestador; una voz femenina habló

“Elizabeth, tu sobrina y yo nos pasaremos mañana a verte, porque… recuerdas que tienes una sobrina, ¿Verdad?”

El mundo de Sebastian se desmoronó. Todo aquel cúmulo de información se agolpó en sus sienes y provocó que el demonio se abriese paso mientras repetía sobre lo que se arrepentiría. “Se llama Elizabeth, como Sombra… Tiene una hermana, una sobrina… familia. Tiene un trabajo… Parece que le va bien en la vida…” Cuando abrió los ojos se encontró con aquella mujer morena, de unos treinta años de edad mirándole con los ojos como platos. El grito se cortó cuando Sebastian se abalanzó sobre ella, con los ojos negros, vacíos. Ambos cayeron sobre la cama mientras la mujer forcejeaba bajo él, aterrorizada. Ya no podía pensar en el temor que sentía, no podía sentir siquiera al demonio buscar salir de su interior… Era Sebastian. Eran las manos de Sebastian, el del Trenzalore, el elegante, el buen hombre… Aquellas que se aferraron al cuello de Elizabeth Wollowitz para estrangularla.
Antes de hacerlo, cuando estaba a punto de perder la consciencia, se despojó de aquella tela negra que le cubría el rostro y le permitió ver el rostro de su asesino. Terminó con su vida tras aquello, dejando las marcas de sus dedos alrededor de su cuello, como una sombra invisible que trataba de dejar huella en su propio interior.

Elizabeth Wollowitz había fallecido. Había sido asesinada.
Sebastian se incorporó un poco y finalmente cerró sus ojos con sus propias manos cubiertas de guantes. La desnudó por completo, despacio, con suavidad, cuidado, incluso podría decirse que… cariño, y la acunó entre sus brazos con el fin de llevarla a la bañera, donde la bañó con parsimonia. La lavó lentamente, tratando de limpiar todo rastro de aquel dolor que había producido sobre la mujer, sobre su propia alma que ya había caído en manos de Papa Legba… El tatuaje ya no ardía.


Acto seguido, la secó, cambió las sábanas de su cama, y la secó el cuerpo y el pelo también. Ocultó su cuerpo desnudo bajo la fina sábana que había puesto nueva, y terminó por… pintarle las uñas de un color granate, pidiendo disculpas a su manera.


Cortó un mechón de su cabello, para no poder perdonarse jamás por ello... 


Tras una caricia pasmosa, salió del lugar, silencioso, aún completamente vacío. Pero por poco tiempo.





jueves, 13 de febrero de 2014

+ || Welcome to Hell.



Mr. Eccleston tuvo el valor de pedirle un favor a Sebastian. Un gran favor… Mr. Eccleston es el millonario por excelencia de Noruega, un hombre sediento de dinero, de halagos, de lujos, de mujeres… A pesar de poseer una. Un millonario enamorado del gran trabajo artístico de Sebastian, un enamorado de los esfuerzos del demonio, de los resultados de éste… Alguien que le ha ofrecido un contrato fijo y una gran empresa  mil y una veces, pero Sebastian se limita a vivir en el anonimato por el momento, pues es lo que buscó desde el momento cero, desde el momento en el que se marchó de casa de los Mcweibber y se separó de sus hermanas.

Un importante compañero de trabajo, o bien, como el señor Eccleston se refería a él “La sanguijuela de Andorra”, le había pedido por encargo un violín de madera de ébano similar al que el señor Eccleston le había regalado a su hijo, y Sebastian no tardó en aceptar aquella propuesta que, además de ser pagada bien, le servía como excusa para viajar a Andorra, deseado país por el que pasó una vez para llegar hasta A Coruña cuando vivió en tierras del norte español, pero no llegó a pisar. ¿Por qué viajar? Porque era lo más seguro para que el instrumento llegase sin una sola magulladura, sin un golpe… “¿Comprendes porqué le llamamos sanguijuela ahora, Sebastian? Es tan exquisito que si le gustan tus ojos, te los sacará para tratar de ponérselos.”

El viaje se pasó volando. Viajó en tren para poder así disfrutar de la lectura: terminó “El enfermo imaginario” de Molière y comenzó con La Celestina, de Fernando de Rojas, por tercera vez. Una vez llegó, no tuvo que andar demasiado para llegar a la enorme mansión que tenía entre las montañas nevadas la llamada “Sanguijuela”. Se lo entregó, recibió una fabulosa propina, y volvió a la estación… pero no con el objetivo de volver a casa, sino, con el objetivo de ver un poco de Andorra.

Se asentó en un motel no muy lejano a la iglesia de San Esteve, y tras tantear el pueblo, decidió finalizar la estancia con la visita al santo lugar.

Ya había oscurecido, pocas luces alumbraban el pórtico de entrada al edificio, que parecía renovado hacía poco tiempo.
Cuando abrió la puerta, el fuerte olor a vainilla llegó hasta sus fosas nasales: le recordó a su taller, era prácticamente el mismo aroma… Y aquello comenzó a olerle mal, no literalmente.
No caminó aún, se quedó en la entrada, observando todo con ojos curiosos. La única luz que había provenía de velas, numerosas velas a sendos lados de las figuras de los santos, y sobretodo, rodeando el altar. Solo había una figura humana en la sala, sentada en la segunda fila de bancos, frente a la pintura bañada en la técnica de estofado que rodeaba a un hermoso ángel con ambas manos en posición de entrega. Otros pequeños ángeles sujetaban sus ropajes, orgullosos de ello.

Alzó un poco la cabeza el demonio, sintiendo que no debería haber pisado ese lugar en aquel momento… O mejor dicho, que lo que había hecho, había estado planeado… Y eso le molestaba, no sabía nadie cuanto. Odiaba que previesen sus pasos, que fuese tan obvio que pudiesen jugar con él a su antojo. Y así se sentía, un muñeco de trapo simple, vacío.

Mojó su mano derecha, los dedos, en la pila bautismal. Se quemó, ardió por tocar ese agua santa, pero era una forma de castigarse por lo que era sin haberlo elegido.
Masajeando la herida mano de sus dedos en ampolla, que poco a poco iba desapareciendo, caminó por el pasillo central hasta llegar a la cuarta fila de bancos. Se paró por inercia, y de inmediato la brisa se alzó… haciendo que las velas se apagasen. Todo quedó sumido en la más profunda oscuridad, todo menos el altar, que parecía querer ayudar a Sebastian, y volvió a prenderse sin ayuda del demonio.

Una risa espeluznante retumbó en la estancia, haciendo que Sebastian alzase la barbilla haciendo que la nuez se le marcase de una manera exagerada. Sus ojos grises danzaron, sin ser guiados por su cabeza, buscando de donde provenía ese conocido sonido… Un chispazo y apareció. Justo delante de él.

Una piel escamada, blanca, sobre una dermis africana… Ojos rojos, cabello negro repleto de mugre, rasgos faciales exageradamente marcados y una sonrisa. Una sonrisa encantadoramente tétrica.
Su ropa quedaba oculta bajo una túnica negra, y sus pies, expuestos entre niebla oscura. Llevaba un sombrero de copa decorado con pequeñas calaveras… Calaveras humanas del tamaño de crío diminuto.
Alzó la chistera para poder mostrar a Sebastian su rostro divertido. El de Sebastian seguía inmutable.

- ¿Me… recuerdas, chico?
- Legba.
- Papa. Papa Legba, demonio. No seas insolente en el primer encuentro…
- Lo cierto es que no me alegra verte.
- Oh… claro… ¡Pensabas que te habías deshecho de mí! Tan inocente como tu padre pensaba que eras…

Sebastian apretó los labios, pero la mueca de asco fue más rápida aún. Aquello pareció encantarle a aquel ser. Se aproximó, con pasos danzarines, disfrutando del momento, de la situación.
- ¿Qué haces aquí?
- Con que… quieres saber que hago aquí… - Se carcajaeó, y tras esconder una de sus manos entre esa nube de polvo negro, sacó su bastón acabado en una calavera como las que decoraban su sombrero. Acarició con dedos largos el hueso, y se situó frente a Sebastian, a escasos centímetros de su rostro. Sebastian luchaba por retirarse, pero había algo dentro de él que le pedía que no lo hiciera. – Sabes que es lo que va a ocurrir ahora… Y, ¡Es una lástima! Porque si quisieras frenarme, ya lo habrías hecho… Eso quiere decir que deseas algo con fuerza. ¿Sentimientos? Oh, sí… Sentimientos… ¿Deseas sentir…? No… No lo creo… Eres tan cobarde que deseas todo lo contrario… ¿Verdad, demonio? Como la última vez. Como la última vez que nos vimos… Lo que no tengo demasiado claro aún es como lograste cambiar de idea. Tienes carisma.

- Es muy amable… - Comentó entredientes el demonio, tratando de no dejarse amedrentar. Sus ojos no podían despegarse de los rojos de aquel ser. Aquel ser que le tenía a su merced.

- Oh… Pues terminemos cuanto antes. ¡Te la devuelvo!

Y tras aquel tono eufórico, selló el pacto con un beso en los labios. Un beso lascivo, del que Sebastian trató de despegarse internamente, pero seguía inmóvil.
Una vez Papa Legba se retiró, le dedicó una sonrisa amplísima.

- Y tras esto… La historia empieza de nuevo. Sabes que tienes que hacer. ¡Hónrame! Pero ahora, no solo una vez al año… Una vez al mes. – Y tras eso desapareció. Sebastian cerró los ojos, enfurecido, molesto, pero la nube negra volvió a sucumbir entre la oscuridad. - ¡Se me olvidaba! ¡Tengo un regalito para ti! Por… Ese tiempo que me tuviste encerrado y todo eso… “The… Ripper…” – Lo paladeó, mientras con el bastón señalaba a la figura que se encontraba sentada en la segunda fila. Logró ver su rostro, aquel rostro que le había provocado los peores años de su vida, torturando en el infierno almas inocentes, castigando, haciendo que lo disfrutase… Un castigo mutuo, compartido, algo que había dejado una profunda huella en el alma herida de Sebastian. El hombre se lanzó contra él y le apuñaló el corazón, y seguidamente ambas manos. Cayó al suelo y se adentró en sus demonios, en la verdadera oscuridad de su mente…

Se despertó entre sábanas azules claras. La habitación estaba recién pintada, blanca, olía aún. La cabeza le daba vueltas, y cuando fue a llevarse ambas manos a la sien fue cuando sintió todo el dolor de golpe. Tenía las manos vendadas al igual que el pecho. Le había empalado.
Le había dejado inconsciente… Había resurgido del inframundo con el fin de torturarle.

La señora García le había recogido a primera hora de la mañana cuando iba rezar por su marido recién fallecido. ¿Tendría que rezar ahora él por sus sentimientos recién perdidos? Papa Legba había vuelto a ganar… No sentía absolutamente nada a pesar de que sabía que todo aquel que había querido se encontraba en peligro, y sabía que es lo que había sentido.

Se había quedado marcado en el tatuaje de la palma de su mano derecha.