lunes, 9 de diciembre de 2013

+|| Lo sé, porque lo sabe Tyler.



Aquella vez no había cogido el avión, sino que había llegado de una forma poco habitual. Conocía a un hombre que vivía en aquel lugar, en las profundidades de la selva del Amazonas, aquel hombre podía curarme verdaderamente la sordera de la que padecía. Había mejorado, sin duda, pero no había logrado recuperar el cien por cien del oído.
Tyler. Ese era el nombre de aquel amigo con el que había compartido algún que otro momento. Tyler Aaron. Era fácil de impresionar si te apasionaba la naturaleza y sus secretos. Un claro amante de la humanidad, de la fauna, la flora, la vida a base de propios méritos y pocos métodos y artilugios artificiales. Todo era mera supervivencia.

Nada más llegar  Tyler me recibió con los brazos abiertos. Era un hombre sonriente, muy masculino, con el pelo recogido en rastas y una corta barba castaña rodeaba su gesto infantil. Vestía la ropa habitual de la tribu, solo que de una forma más cuidada… Una especie de falda de hojas de palmera, y bajo esto, la ropa interior. Los nativos de aquella tribu ya se habían acostumbrado a esas visitas, y no se negaban a ellas, como muchas otras lo hacían, sino, que les recibían con literalmente, manjares del lugar.

Lo que buscaba hacer en ese lugar era el llamado “ritual de curación kambô”. Las  tribus lo utilizan para sanar el cuerpo, equilibrar la mente y realizar increíbles proezas espirituales.  Sin duda, se trata de un auténtico laboratorio farmacéutico de la Naturaleza que existe en el Amazonas.

Todo se mueve alrededor del Santo Daime, aquel al que alaban. Y el gran remedio, ignorando los… un tanto macabros, es la llamada bebida Céu do Mapiá.

Todo comenzó al atardecer de ese mismo día. Tyler me llevó a uno de esos bungalows hechos de hojas de palmera y barro. Hacía un calor sofocante, pero no tardé en sentirme mejor cuando vestí como ellos. Mejor dicho, como Tyler. El torso descubierto, los pies descalzos… No tardaron absolutamente nada dos mujeres en ponerse a dibujarme figuras en el rostro con una especie de pasta rojiza.

Tras unos segundos escuchando como el jefe de la tribu rezaba a Daime, le suplicaba por mí, sentía la expresiva y singular  mirada de Tyler sobre mí. Tenía los ojos cerrados y no podía abrirlos durante todo el ritual.

El proceso fue el siguiente: con una piedra ardiendo, hicieron pequeñas quemaduras en mi espalda, torso y hombros. Pusieron una especie de crema sobre las quemaduras, que de inmediato me provocaron fiebre y escalofríos. Seguí sin abrir los ojos. Lo que aquellos hombres me estaban esparciendo sobre las heridas era veneno de phyllomedusa bicolor, una rana amazónica.

Seguí con los ojos cerrados.

No tardaron en volver a quemarme: siete pequeñas quemaduras en el brazo izquierdo con un bastoncillo bañado en fuego. Tuve que aguantar imperturbable, apretando los dientes, tensando los hombros, el cuerpo, las mandíbulas.

Seguí con los ojos cerrados.

Notaba como el veneno corría por mis venas. Como ese ácido se paseaba por el interior de mi cuerpo causándome un dolor indescriptible, acelerado, como millones de agujas clavándose en mi organismo. De pronto sentí calor. Sentí un ardor fortísimo que salía del interior de mí, hacia el exterior. Pocas veces había tenido tanto calor en mi vida. Sudaba.

De pronto, noté entre mis manos un extraño pelaje que me buscaba. Palpé, y acaricié la cabeza de un animal. El chamán que dirigía todo me permitió abrir los ojos. El perro me miraba con ternura, con ojos sabios. Dicen que cuando el ritual ha terminado con éxito, el aura de la persona atrae a los animales.

Esperé solo dos días antes de recuperar por completo el oído.

Sin duda, fue un remedio verdaderamente eficaz, y prometí que la próxima regresaría a Noruega con Tyler.

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