Aquella vez no
había cogido el avión, sino que había llegado de una forma poco habitual.
Conocía a un hombre que vivía en aquel lugar, en las profundidades de la selva
del Amazonas, aquel hombre podía curarme verdaderamente la sordera de la que
padecía. Había mejorado, sin duda, pero no había logrado recuperar el cien por
cien del oído.
Tyler. Ese
era el nombre de aquel amigo con el que había compartido algún que otro
momento. Tyler Aaron. Era fácil de impresionar si te apasionaba la naturaleza y
sus secretos. Un claro amante de la humanidad, de la fauna, la flora, la vida a
base de propios méritos y pocos métodos y artilugios artificiales. Todo era
mera supervivencia.
Nada más llegar
Tyler me recibió con los brazos
abiertos. Era un hombre sonriente, muy masculino, con el pelo recogido en
rastas y una corta barba castaña rodeaba su gesto infantil. Vestía la ropa
habitual de la tribu, solo que de una forma más cuidada… Una especie de falda
de hojas de palmera, y bajo esto, la ropa interior. Los nativos de aquella
tribu ya se habían acostumbrado a esas visitas, y no se negaban a ellas, como
muchas otras lo hacían, sino, que les recibían con literalmente, manjares del
lugar.
Lo que
buscaba hacer en ese lugar era el llamado “ritual de curación kambô”. Las tribus lo utilizan para sanar el cuerpo,
equilibrar la mente y realizar increíbles proezas espirituales. Sin duda,
se trata de un auténtico laboratorio farmacéutico de la Naturaleza que existe
en el Amazonas.
Todo se
mueve alrededor del Santo Daime, aquel al que alaban. Y el gran remedio,
ignorando los… un tanto macabros, es la llamada bebida Céu do Mapiá.
Todo comenzó
al atardecer de ese mismo día. Tyler me llevó a uno de esos bungalows hechos de
hojas de palmera y barro. Hacía un calor sofocante, pero no tardé en sentirme
mejor cuando vestí como ellos. Mejor dicho, como Tyler. El torso descubierto,
los pies descalzos… No tardaron absolutamente nada dos mujeres en ponerse a
dibujarme figuras en el rostro con una especie de pasta rojiza.
Tras unos
segundos escuchando como el jefe de la tribu rezaba a Daime, le suplicaba por
mí, sentía la expresiva y singular mirada de Tyler sobre mí. Tenía los ojos
cerrados y no podía abrirlos durante todo el ritual.
El proceso
fue el siguiente: con una piedra ardiendo, hicieron pequeñas quemaduras en mi
espalda, torso y hombros. Pusieron una especie de crema sobre las quemaduras,
que de inmediato me provocaron fiebre y escalofríos. Seguí sin abrir los ojos.
Lo que aquellos hombres me estaban esparciendo sobre las heridas era veneno de
phyllomedusa bicolor, una rana amazónica.
Seguí con
los ojos cerrados.
No tardaron
en volver a quemarme: siete pequeñas quemaduras en el brazo izquierdo con un
bastoncillo bañado en fuego. Tuve que aguantar imperturbable, apretando los
dientes, tensando los hombros, el cuerpo, las mandíbulas.
Seguí con
los ojos cerrados.
Notaba como
el veneno corría por mis venas. Como ese ácido se paseaba por el interior de mi
cuerpo causándome un dolor indescriptible, acelerado, como millones de agujas
clavándose en mi organismo. De pronto sentí calor. Sentí un ardor fortísimo que
salía del interior de mí, hacia el exterior. Pocas veces había tenido tanto
calor en mi vida. Sudaba.
De pronto,
noté entre mis manos un extraño pelaje que me buscaba. Palpé, y acaricié la
cabeza de un animal. El chamán que dirigía todo me permitió abrir los ojos. El
perro me miraba con ternura, con ojos sabios. Dicen que cuando el ritual ha
terminado con éxito, el aura de la persona atrae a los animales.
Esperé solo
dos días antes de recuperar por completo el oído.
Sin duda,
fue un remedio verdaderamente eficaz, y prometí que la próxima regresaría a
Noruega con Tyler.