domingo, 17 de noviembre de 2013

+ || No sé vivir solo con cinco sentidos.



Tras la última vez que vio a Sombra, la cual había logrado curarle las heridas de aquella madrugada, decidió alejarse de todo aquello. Quería no conocer a nadie, no sentirse vigilado, sentirse verdaderamente libre y sin cargas bajo los hombros… Bastante con que tenía que soportar aquellos latigazos cada noche a las dos y tres minutos de la madrugada.
Se asentó en un pequeño motel a la entrada de la ciudad de Los Ángeles, siquiera se paró a observan que lugar era aquel, la condición en la que estaba… Solo quería desaparecer.
La primera noche la pasó como todas las anteriores; recibió los latigazos, notó como la piel de su espalda se desgarraba, como su cuello quedaba rodeado con una férrea cadena de hierro al rojo vivo que le impedía respirar durante largos segundos… Y finalmente ese olor metálico de la sangre, que quedaba flotando en la estancia cada día, cada momento… El aborrecible tacto de la sangre.
Y así pasaron las noches de Sebastian, aislado de todo el mundo, hambriento, sediento, llevaba sin alimentarse cosa de un mes…

El día 23 de Octubre sucedió. Esperó la llegada del dolor, acurrucado contra la cama y la pared, escondido entre mantas viejas, con un temblor del que siquiera se percató. Sus ojos ya no tenían ese color grisáceo común, sino que se mostraba el color negro de un depredador hambriento, con sed de sangre… Y finalmente el reloj marcó la sentencia de muerte de Sebastian. Por un momento sus ojos mostraron una fina línea de fuego que recorrió esa oscuridad, y nada más desaparecer un fuerte pitido fue lo que lo hizo reaccionar.
Se puso en pie apretándose los oídos, dejándose guiar por ese instinto sanguinario. Toda la andrajosa habitación había quedado hecha cenizas cuando salió por la puerta. No tuvo que ir muy lejos para encontrar a aquella persona que saciaría su sed; el mismo hombre que le había asignado habitación.
Como una fiera, sin límites, se lanzó a su cuello con el fin de arrancar la vena carótida. Su camisa blanca descolada quedó teñida del color rojo de la sangre, al igual que su boca y sus manos y brazos. Tras vaciar al hombre, sacó su corazón. Se paró para observarlo, aún con el demonio guiándole, y fue entonces cuando se dio cuenta. El silencio absoluto reinó, haciéndole sentirse mareado. Sus ojos volvieron a ser grises, y cuando dejó caer el órgano al suelo, no escuchó como éste último lo recibía…
Se giró, respirando agitado, tembloroso, arrepentido, dolido por lo que había hecho, y se encontró con dos hombres vestidos con uniforme de policía que lo miraban con el gesto desfigurado del terror.

-          Las manos arriba… ¡Las manos arriba!

Trató de sacar valor el más delgado, a la par que alzaba la pistola hacia Sebastian. Tuvo que leer sus labios para entenderle. Sebastian alzó la cabeza, orgulloso, y no tardó más de medio segundo en tener los corazones de ambos entre sus ásperas manos. Los dejó caer de inmediato y fue cuando sintió el dolor. Le había disparado en el hombro derecho y éste sangraba. No había escuchado el disparo…
Salió, con los ojos llorosos, encharcados en lágrimas pero gesto fiero y seguro, por orgullo, y se fijó en que la sirena de los fallecidos también estaba encendida y no podía escuchar su sonido.
Nada, siquiera pudo escuchar como el edificio comenzó a arder en llamas.

Había dejado de sentir esos latigazos, ese dolor, pero… se había quedado sordo.

lunes, 4 de noviembre de 2013

+ || No estoy huyendo de ti.



- Helienna…

Murmuró en sueños. Aquella mujer aparecía las noches de luna en las que anhelaba algo con fuerza, aquella vez, a Sombra. ¿Y porqué no salía el nombre de ella, de la bruja que había logrado provocarle aquel mal estado, aquel mal aspecto en la actualidad? ¿Por qué su cabeza buscaba abrir la caja de recuerdos y proyectar la imagen del ángel bañado en hilos dorados, en sábanas de finas sedas, rojizas, y desnuda, completamente desnuda. Un nudo se hizo en su garganta impidiéndole pensar con claridad. De pronto despertó.

Tuvo que incorporarse de inmediato cuando los lunares en forma de triángulo le ardieron. Para él no eran triángulos, era simplemente… el hombro. El demonio desconocía tal vínculo con el ángel, y por eso, siempre culpaba al cuerpo que poseía. Pero aquella vez era distinto; aquella vez era un cuerpo nuevo, incorruptible, no era lógico lo que ocurría.

Un latigazo, fugaz, invisible, que se marcó de inmediato en su espalda. No tardó en doblarse a la par que gruñía y se quejaba entre dientes, orgulloso como él solo.

Un susurro, espeluznante, placentero…

- Helienn… Sombra…

Otro latigazo que le provocó una arcada tras doblarse, hacerse una bola semidesnuda, de cintura para arriba. Sentía el ardor palpitar en aquella zona, y lo peor, es que normalmente el fuego era su aliado. ¿Por qué aquella vez no era así?

Nada más ponerse en pie, tuvo que volver a curvarse, haciendo que cayese al suelo de inmediato. La sangre de ese último latigazo comenzó a brotar de su espalda, y alrededor de su cuello se hicieron marcas en forma de cadenas, al igual que alrededor de sus muñecas. Ésta vez fue él quien grito, no ese susurro: “Odalys”. La llamaba, la necesitaba, no sabía que estaba ocurriendo, no comprendía que el ángel de su pasado había vuelto…

Las heridas en su espalda volvían a marcarse cada noche. Lo peor de todo aquello es que aquella vez, aquella maldita vez, no se curaban. Se mantenían impasibles, ardiendo en todo momento, hasta la noche siguiente. A las dos y tres minutos de la madrugada aquello se volvía a repetir, haciendo que Sebastian tuviese que doblarse, gritar, forcejear, y tratar de aguantar ese agudo dolor que sentía en la espalda. Para terminar, una especie de cadena invisible también bañada en fuego rodeaba su garganta y le dejaba sin respiración hasta que perdía la consciencia. Y así pasaron dieciséis noches. Dieciséis noches de tormento. Por las mañanas no podía trabajar, solamente se metía bajo el agua congelada buscando suavizar el calor de su espalda. Corrió la cortina oscura que cubría el único espejo de la casa, el del baño, a la quinta noche, percatándose entonces que lo que aquellos invisibles latigazos formaban en su espalda era un número. Un maldito número. El número veintitrés.

Al terminar la primera semana se negaba a acostarse en la cama, y hasta aquel día se mantuvo en todo momento sentado frente al fuego de la sala donde dormía. En ropa interior, cubierto con una manta. Se sentía frágil. Se sentía como cuando Hannibal le había abandonado... Repleto de dolor, de rabia, de odio... ¿Pero, a quién? Al parecer, nadie hacía aquellas cosas en la oscuridad. Algún tipo de magia. Eso es lo que pensaba.
Le llevó a atar cabos: el dolor de su hombro le llevó a los lunares siglos después. Se percato que aquello le ocurría a las "02:03" de la madrugada... 23. 23 latigazos. La forma de tal número... Se obsesionó y siquiera escuchó en ese momento la puerta. Llevaba 16 días sin salir de su taller. Sin alimentarse. Sus ojos, a los doce días, habían adquirido el color negro profundo de la oscuridad. Y no se había dado cuenta.

Oculto tras la sábana deshilachada, gris, se aproximó a la puerta para abrir. Estaba descalzo, y lo único que llevaba eran unas calzas negras.
No alzó la mirada para ver de quien se trataba, pero su olor lo reconoció de inmediato.

- Odalys...

Murmuró.