Tras la
última vez que vio a Sombra, la cual había logrado curarle las heridas de
aquella madrugada, decidió alejarse de todo aquello. Quería no conocer a nadie,
no sentirse vigilado, sentirse verdaderamente libre y sin cargas bajo los
hombros… Bastante con que tenía que soportar aquellos latigazos cada noche a
las dos y tres minutos de la madrugada.
Se asentó en
un pequeño motel a la entrada de la ciudad de Los Ángeles, siquiera se paró a
observan que lugar era aquel, la condición en la que estaba… Solo quería
desaparecer.
La primera
noche la pasó como todas las anteriores; recibió los latigazos, notó como la
piel de su espalda se desgarraba, como su cuello quedaba rodeado con una férrea
cadena de hierro al rojo vivo que le impedía respirar durante largos segundos…
Y finalmente ese olor metálico de la sangre, que quedaba flotando en la
estancia cada día, cada momento… El aborrecible tacto de la sangre.
Y así
pasaron las noches de Sebastian, aislado de todo el mundo, hambriento,
sediento, llevaba sin alimentarse cosa de un mes…
El día 23 de
Octubre sucedió. Esperó la llegada del dolor, acurrucado contra la cama y la
pared, escondido entre mantas viejas, con un temblor del que siquiera se
percató. Sus ojos ya no tenían ese color grisáceo común, sino que se mostraba
el color negro de un depredador hambriento, con sed de sangre… Y finalmente el
reloj marcó la sentencia de muerte de Sebastian. Por un momento sus ojos
mostraron una fina línea de fuego que recorrió esa oscuridad, y nada más
desaparecer un fuerte pitido fue lo que lo hizo reaccionar.
Se puso en
pie apretándose los oídos, dejándose guiar por ese instinto sanguinario. Toda
la andrajosa habitación había quedado hecha cenizas cuando salió por la puerta.
No tuvo que ir muy lejos para encontrar a aquella persona que saciaría su sed;
el mismo hombre que le había asignado habitación.
Como una
fiera, sin límites, se lanzó a su cuello con el fin de arrancar la vena
carótida. Su camisa blanca descolada quedó teñida del color rojo de la sangre,
al igual que su boca y sus manos y brazos. Tras vaciar al hombre, sacó su
corazón. Se paró para observarlo, aún con el demonio guiándole, y fue entonces
cuando se dio cuenta. El silencio absoluto reinó, haciéndole sentirse mareado.
Sus ojos volvieron a ser grises, y cuando dejó caer el órgano al suelo, no
escuchó como éste último lo recibía…
Se giró,
respirando agitado, tembloroso, arrepentido, dolido por lo que había hecho, y
se encontró con dos hombres vestidos con uniforme de policía que lo miraban con
el gesto desfigurado del terror.
-
Las
manos arriba… ¡Las manos arriba!
Trató de
sacar valor el más delgado, a la par que alzaba la pistola hacia Sebastian.
Tuvo que leer sus labios para entenderle. Sebastian alzó la cabeza, orgulloso,
y no tardó más de medio segundo en tener los corazones de ambos entre sus
ásperas manos. Los dejó caer de inmediato y fue cuando sintió el dolor. Le
había disparado en el hombro derecho y éste sangraba. No había escuchado el
disparo…
Salió, con
los ojos llorosos, encharcados en lágrimas pero gesto fiero y seguro, por
orgullo, y se fijó en que la sirena de los fallecidos también estaba encendida
y no podía escuchar su sonido.
Nada,
siquiera pudo escuchar como el edificio comenzó a arder en llamas.
Había dejado
de sentir esos latigazos, ese dolor, pero… se había quedado sordo.
