miércoles, 23 de julio de 2014

+ || Ardió el árbol del Edén, rodeado de numerosas serpientes con alas.


 
Dos golpes secos en la puerta de madera de ébano del Trenzalore. Dos golpes secos que decían mucho más de lo que creían.
En ese instante, Sebastian ya sabía la identidad de la mujer que aguardaba tras la férrea puerta. Ya sabía reconocer, desde hacía mucho tiempo, el sonido de los numerosos y enormes anillos que decoraban los dedos de aquella mujer. Se sintió, por un segundo, débil, pero de inmediato reaccionó con rapidez, dejando el pequeño cuerpecito de su hija en la silla de comer.


-          Edén… Al fin vas a conocerla, hija mía.

Se dirigió con una rapidez no prevista hacia la puerta y abrió, encontrándose de golpe con ese rostro tan bien conocido. Una tez morena, unos ojos amarillentos, un paño cubriendo gran parte de su expresión facial y… No le dio tiempo a analizar el gesto de aquella mujer, ella, con una fuerza impredecible, había empujado a Sebastian hacia el interior y había cerrado la puerta. Se quitó el velo con rapidez, y el demonio pudo observar como por un segundo se paró a mirar a Edén.

-          Sebastian, tenemos que…
-          Odalys, gitana, ¿Qué va mal…?
-          No es momento para charla, Sebastian. Debemos marcharnos ahora mismo. Van a encontrarte. Te matarán, a ti y a tu hija. Os matarán a los dos.
-          ¿De qué demonios estás hablando…?
-          Es ella. La han encontrado. La han encontrado y se ha chivado. Te advertí que te alejases de ella, Sebastian, te dije que esa mujer sería el fruto de todas tus desgracias… Que tu condición no era lo que te prohibiría ser normal, querer lo que de verdad deseabas tener… Sino ella.
-          ¿La mujer?
-          Helienna.

Sebastian tuvo que pestañear muy lento, a la par que alzaba la cabeza. Su gesto se había contraído, su nuez se marcaba más de lo normal, sus mandíbulas se habían apretado y parecía que de un momento a otro, el demonio chirriaría los dientes. No necesitó escuchar nada más. Confiaba lo suficiente en esa mujer como para creerla.
Se retiró un par de pasos y dio la espalda a aquella mujer que, de nuevo, iba a salvar su miserable vida… Se puso frente a su hija, apoyando una rodilla en el suelo, cogiendo las manos de ésta, dejando que la pequeña jugase con sus dedos, inquieta. A pesar de todo, los ojos de la niña estaban fijos en los del demonio, que luchaba por no mostrar debilidad ante ella.

-          Nos vamos.

No pensó en Sombra, en lo que ocurriría después. Sebastian no podía abandonar todo aquello que le había dado la verdadera felicidad. Sebastian sería incapaz de abandonar a su hija, como un día su padre hizo con él.

-          Te vas.

Recitó la mujer. El demonio se giró de inmediato, con el ceño fruncido.

-          No pienses que voy a dejar que se quede aquí sola, Odalys. No creo que seas tan estúpida como para creer algo así. Después de todo…
-          Después de todo te cazarán. Solo te estoy dando tiempo para que idees algún plan. Si te la llevas a ella, nunca podrás volver a verla. A ella la matarán, es lo que tienen en mente. Matar a tu descendencia. ¡Eres el demonio promiscuo, Sebastian, vas dejando hijos sin ton ni son!
-          No sé de qué me estás hablando… - El tono de voz de Sebastian mudó de pronto; se volvió arisco, arrastrado, seco. Parecía que de un momento a otro se lanzaría sobre el cuello de la mujer y le arrancaría la aorta de un simple bocado.
-          Por eso te persiguen, Sebastian, porque has creado al anticristo. Has creado a dos híbridos. Edén es hija de un demonio y de… A saber de qué demonios es, pero los demonios no pueden tener descendencia de este modo, y lo sabes. Y la otra…
-          ¿Qué otra, Odalys? Dime de qué demonios me estás hablando…
-          Sebastian. Helienna se quedó embarazada cuando decidió escapar de ti. Por eso se marchó, porque si los ángeles lograban encontrarla… Le quitarían a su hijo. Logró dar a luz al bebé, y después dejó que la capturasen. Dejó claro en el cielo que no había tenido hijo alguno, y mucho menos contigo… Y la creyeron. Hasta hace poco, que la mujer que cuidó al bebé se vio obligada a hablar. Los ángeles asesinaron a su marido a sangre fría, y seguidamente irían por sus hijos…

Demasiadas emociones juntas. La sangre palpitaba con tanta fuerza, el corazón abría los ventrículos con más rapidez, sus sienes parecían a punto de explotar… ¿Otro hijo? ¿Sebastian tenía otro hijo…? Un hijo al cual no conocía, un hijo del cual acababa de conocer su existencia… Notó como las piernas le fallaban, pero pudo reaccionar al ver que la gitana recitaba una especie de oración frente a la niña y mojaba su frente con su saliva.

-          ¿Qué le has hecho? – La voz de Sebastian era imperturbable, fría, distante. Y su rostro ya no era serenidad, sino, un mar en tormenta
-          Protegerla. Le he puesto un sello para que no puedan encontrarla. No podrán localizarla… Pero a ti sí. ¡Si quieres matar a tu hija, no muevas el culo de aquí, maldito demonio!

Ante los gritos al fin reaccionó. Besó a su hija en la frente y la cogió en brazos.

-          Pronto volveremos a vernos, hija mía.

Desaparecieron, para dejar a la niña en el hogar de su madre. Cuando la viese allí, simplemente pensaría que había optado por dejarla pasar un tiempo con ella, pero que volvería… Aunque no fuese así.

[…]

Jamás se había encontrado tan agotado en tan poco tiempo. Tan solo habían pasado dos noches, y había optado por esconderse en las calles de Glasgow. Estaba repleto de heridas, de arañazos, de cristales, de sensaciones que le habían producido los ángeles cuando habían luchado contra él… Pero ya era el momento para darse por vencido, estaba lo suficientemente alejado de Edén, y por lo tanto, no la encontrarían, y más aún contando con el hechizo que había puesto La Gitana sobre la niña.
Se paró en lo alto de uno de los grandes edificios de la ciudad, en la zona del casco más antiguo. Se quedó quieto, observando la ciudad. El traje, la corbata, la camisa blanca repleta de chorretones de sangre propia y de otros… El gesto serio, la cabeza alta, la “no sonrisa”, todo aquello que le describía.

         -    ¿Ya has decidido pararte, precioso?

Una voz suave, infantil, habló a sus espaldas. Una niña de cabellos oscuros, de unos 12 años de edad, le miraba con una sonrisa ladeada. Era un ángel, de aquello estaba más que seguro… Y a pesar de su frágil aspecto debido a su recipiente, estaba seguro que no habrían mandado a un simple soldado contra él.

-          Me habían dicho que eras más educado, aunque seas un monstruo… Aunque no que eras tan atractivo. No me extraña que vayas dejando “tu semillita del mal” por donde pasas…
-          Hágalo y termine con el sufrimiento que supone el escuchar sus necias palabras.

La sonrisa ladeada del ángel se esfumó de golpe, a la par que se aproximaba a él, muy despacio, como un felino rodeando a su presa.

-          ¿Hacer, qué, exactamente? ¿Crees que voy a matarte…?
-          ¿Para qué sino, está aquí?
-          Estúpido. Para que me digas donde demonios está el engendro que habéis creado la zorra de pelo corto y tú.
-          Desconocía hasta el momento que tuviese un hijo.
-          ¿Acaso te piensas que soy idiota?

Los ojos de la niña se volvieron blancos, completamente blancos, como la luz. Aquello le hizo entrecerrar los ojos a Sebastian. Antes de que pudiese darse cuenta, algo había atravesado el corazón del demonio, y se encontraba de rodillas en el suelo de aquel viejo edificio.

-          ¿Vas a hacer que te torture?
-          Haga... lo que tenga que hacer…

Un fortísimo dolor atravesando su garganta le hizo apretar los puños y abrírselos contra el suelo de la fachada. Era imposible moverse, y mucho menos contando con que hacía tiempo que no se había alimentado… como de costumbre.

-          ¿No vas a hablar? Perfecto… A ver si hablas ahí arriba.
                                                                                                                                           
Una especie de garras se clavaron en sus omóplatos cuando alzó el vuelo hacia aquel lugar con el que un día había soñado; el cielo.

[…]

La blancura del lugar hacía que sus sentidos se cegasen más aún. Había terminado con la vida de cinco ángeles por el momento, y su energía vital, sus almas, habían sido su alimento. Cuando el demonio se alimentaba era imposible retenerlo, siquiera en las puertas del mismísimo cielo.
Ardió el árbol del Edén, rodeado de numerosas serpientes con alas. Ardió, y pudo de nuevo descender, como aquel día en el que el pánico se sembró en la fría tierra Noruega.