jueves, 10 de octubre de 2013

"Promesas..."



Aquella noche, Dante había salido a cazar. Odiaba aquello, odiaba que le dejase solo en el frío de la noche, que le dejase a solas con su padre. Hannibal pocas veces le dirigía la palabra, y si lo hacía, eran frases cortas y directas; no se andaba con rodeos… Quizás aquello era lo que más le gustaba de su padre.

Habían logrado instalarse en una vieja casa en Finlandia, al lado del frío lago de Jesagur; en teoría era la casa de su padre, donde había habitado durante años, años antes de que naciese.

A pesar de que la chimenea estaba encendida y el fuego crepitaba con fuerza debido a la buena leña hallada en el lugar, el frío lograba congelar sus huesos, e incluso en el interior de la casa, cuando Sebastian respiraba, una nube de vaho salía de entre sus labios. La temperatura en el exterior era de unos -30 grados, en el interior de unos -10 aproximadamente… La nieve había cubierto el suelo, la espesa vegetación, y había congelado el lago.

La única sala de estar de la casa era donde su padre pasaba la mayor parte del tiempo; pues era su sala de estudio a la vez que la habitación donde dormía Sebastian, sobre una litera hecha de madera. Siempre subía a la litera superior, para poder observar como su padre recogía todos sus planos, papeles y trastos, nada más que entraba, con el objetivo de salir del cuarto y dejarle descansar… o más bien, poder continuar con sus investigaciones.
Las reglas de la casa eran las siguientes:

1.       Si la puerta del cuarto está cerrada, no la abras.
2.       Si estás en la sala, y la puerta está cerrada, tampoco la abras.
3.       Si Hannibal está ocupado, busca otro entretenimiento… Pero jamás, jamás, le interrumpas.

Hannibal siempre buscaba encontrarse solo en una sala, al menos, sin la compañía de Sebastian y el lobo… Cosa que era extraña, pues cuando salían (que lo hacían muy a menudo) siempre estaba pendiente de su “hijo”.

Cuando esa noche Sebastian entró a la sala de estar, Hannibal tardó en recoger y ponerlo todo en orden. El niño aprovechó para apoyarse en la pequeña barandilla de madera de la litera superior, y mirar entre ese pequeño hueco que había. Observaba como escribía con parsimonia y gesto reflexivo, cosa que admiraba de su padre… Siempre le había admirado.
Finalmente, Hannibal se puso en pie y Sebastian procuró arroparse con rapidez para que su padre no se diese cuenta de que le había estado observando durante ese tiempo. Lo logró, aparentemente.
El hombre subió los tres peldaños de madera para observar a Sebastian, y le dedicó una de esas sonrisas irónicas, pero para Sebastian fue una de las sonrisas más verdadera que jamás había visto.

“Pobre chico… Cuando tiendes a admirar a una persona, aunque haga las cosas mal, tú siempre lo mirarás con buenos ojos, y lograrás sacar un “porqué” a esas reacciones negativas…”

Hannibal, tras tensar los labios, habló:

-          ¿Dónde está el lobo?

 Jamás llamaba a Dante por su nombre. No parecían llevarse demasiado bien… Pero Hannibal accedió a que se quedase con él porque al parecer, era con el único ser que podía mantener una conversación. Sebastian no hablaba con alguien que no fuese su padre, o Dante.

-          Ha salido a cazar…

 La suave voz, aniñada, pura, de Sebastian, brotó. Apretó los labios y desvió la mirada. No aguantaba esa mirada severa de su padre.

-          ¿Le has dado permiso…? ¿Cuántas veces he de decirte que es él quien debe amoldarse a ti, no tú a él?
-          Lo lamento, padre…

 No se atrevía a contestar algo que pudiese ofenderle. Hannibal se sentó en el borde de la cama, con gesto hosco, la espalda muy recta y un gesto altivo, elegante.

-          El lobo un día te abandonará, y solo te quedaré yo, ¿Qué harás entonces?
-          Yo… Lo sé, padre. Sé que siempre me quedarás tú. No me abandonarás.
-          Tienes tanto que aprender aún… No sé que voy a hacer contigo, Sebastian. Eres demasiado noble, demasiado tranquilo y sumiso… Pero sé que tras esa capa de chico bueno, tras esas pecas y ese rostro inocente, se esconde un verdadero monstruo… Y estoy deseoso de que salga a la luz.

El joven sintió miedo entonces, y con sus manos, buscó el cálido y suave pelaje del lobo negro. No había vuelto, y eso le hizo apretar los labios y escurrirse suavemente hacia abajo, hasta ocultar todo su cuerpo, hasta los labios, tras la manta roja que le arropaba.
Hannibal alzó las cejas ante tal movimiento y segundos después bajó las escaleras de la litera. Se colocó en la puerta, y antes de apagar la luz, dijo con voz grave.

-          Espero que mañana, cuando volvamos a vernos, no seas tan infantil. Buenas noches, hijo.

Sebastian musitó un “Sí, padre. Buenas noches” y se quedó dormido no mucho después de que apagase la luz y cerrase la puerta.

Habían pasado cinco horas desde que había sucumbido ante el reino de los sueños, más bien, el de las pesadillas. Cuando se despertó, lo hizo fatigado, incorporándose con brusquedad. Su mano derecha enseguida buscó a Dante, y finalmente lo encontró; había apoyado el hocico, manchado de sangre, sobre las piernas del niño, y ahora le miraba con esos ojos azules penetrantes que tanto amaba. Buscó encontrar un hueco bajo su brazo, por debajo del cual se metió ayudándose con su propio morro y cabeza, y dio un lametón a Sebastian. Estaba sudando, con los ojos, grises, más oscuros de lo normal, más… negros.
No tardó en mirar al lobo, y como si éste hubiese hablado Sebastian se bajó de la cama con rapidez seguido del animal y abrió la puerta del cuarto, incumpliendo la segunda norma que su padre un día impuso. El olor a sangre logró provocarle una profunda arcada. Las ventanas estaban abiertas de par en par, y el salón estaba revuelto debido al fuerte viento. Cuando fue a cerrar las ventanas, se percató de que había algo en el exterior, en la puerta; estaba todo lleno de sangre, la nieve bañada de ese color rojizo, pequeños riachuelos de sangre corrían buscando colarse bajo la rendija de la puerta… Lobos. Lobos desgarrados, abiertos de par en par, yacían en el suelo, acompañados de una gran pila de paja que rodeaba un árbol de férreo tronco. En el árbol había una mujer desnuda atada, con sogas rodeando sus muñecas, su cuello. Parecía estar congelada. Sebastian se aproximó, siempre vigilando que Dante le siguiera… Cuando se agachó la mujer alzó la vista; tenía los ojos amarillos, tenía las pupilas dilatadas, negras, y los incisivos se habían alargado tanto que sobresalían de su boca.
Sebastian se apartó con rapidez, asustado, y podría haberse tropezado de no ser por Dante, que estaba tras él, como un fuerte pilar.
La mujer rugía, buscando soltar sus manos, y entonces, habló: “Tu padre te ha abandonado”, gritó, ida, y comenzó a carcajearse mientras un hilo de baba resbalaba por su garganta.
Sebastian abrió mucho los ojos, sin poder creerlo, pero entonces vio algo que confirmó lo que aquella mujer había dicho: un cuervo se posó en el árbol y dejó caer una oreja, humana,  sobre la mujer; fue entonces cuando se dio cuenta de que le faltaba ésta. El cuervo no tardó en lanzarse al cuello de la mujer y desgarrarlo con el pico y las garras, mientras gritaba. La mujer trataba de soltarse entre gritos y sollozos, pero no lograba nada en absoluto. Dante buscó sus caricias, pero Sebastian ésta vez no respondió. Sus ojos se tornaron oscuros, negros, profundos como pozos sin fondo y la mujer comenzó a arder junto al cuervo. Al cuervo pareció no importarle, en cambio, la mujer lloraba, gritaba aún más fuerte, mientras sufría esa especie de tortura. Hasta que se calló, y poco después su cabeza se descolgó, rodando hasta sus pies.

Sebastian le hizo un gesto al lobo, y éste le acompañó al interior de la casa.
Unos días después, abandonaron Finlandia, y volvieron a Noruega.

Su padre le había abandonado.